Infancia


De pequeño, yo era violinista y niña. Hasta que mis padres acabaron hartos. En primer lugar, me llevaron a una clínica del Raval para que me operaran. Es posible que no lograran sacarme todo el alma femenina que tenía y eso explicaría la profundidad de varios de los personajes más memorables que crearía en el futuro, como los de Becky, Pandora, Sole y Merche.

Por cierto, el hecho de que me cambiaran el sexo en el Raval explicaría la fijación que muestro en mi obra por el distrito de Ciutat Vella. Con frecuencia, sus calles, rincones y antros son el paisaje de fondo de la mayoría de mis ficciones.

Y en cuanto a la música, debo decir que mis padres también fracasaron en su intento por anularla. De hecho, posiblemente mi literatura sea una de las más delicadas que existen. Pura composición musical.

Otra promoción es posible




Pero, ¿qué pensabais? ¿Que me chupo el dedo? ¿Que no tengo claro que otras formas de promoción son posibles? Estoy en total desacuerdo con algunos de mis colegas, dinosaurios la mayoría, que desconfían del poder de las nuevas tecnologías. Yo soy todo lo contrario: les dedico el mismo tiempo, o más, que el que dedico a escribir. Soy fanático del Facebook, del Vimeo y hasta me gusta el Twist.

Os dejo un trailer que hicimos a propósito de mi último libro. Lo grabamos con la función vídeo de una cámara de fotos en una calurosa noche de verano, entre las callejuelas del barrio Gótico. Por una vez, mis tecnicuchos se comportaron.

Promoción


Muchos amigos (106.118 en concreto) me han llamado la atención por no haber hecho promoción de mi última obra maestra en este blog. En realidad, no hacía ninguna falta. "El hombre de Barcelona" figura en la lista de los libros más vistos de España. No me invento los datos: según José Luis Trujillo, dependiente de la prestigiosa librería La Central, mucha gente se lo queda mirando en cuanto pisa la tienda. Hay caras de estupefacción, sorpresa, asombro y felicidad. Precisamente los ingredientes con los que escribo. Y Olga Becerra, encargada de la librería Laie, ha constatado lo mismo: que raro es el día que alguien no se mete en la tienda y alucina con el descubrimiento.

El infierno son los demás


Hay días en que no pertenezco a este mundo, sino que soy esclavo del hastío y del agotamiento. Hay días en que me quedo mudo.

Se me cae la baba


Se me cae la baba con William Shakespeare. Se me cae la baba con Edgar Allan Poe. Se me cae la baba con Jorge Luis Borges. Se me cae la baba con Anton Chejov. Se me cae la baba con Marguerite Duras. Se me cae la baba con Charles Dickens. Se me cae la baba con Salvador Dalí.

La reina Victoria


Ni el New York Times, ni el Washington Post, ni el The Times, ni Le monde Diplomatique, ni El País, ni el Hola, ni nadie. La mejor entrevista que me han hecho me la ha hecho una mujer maravillosa que responde por el nombre de Victoria.



Acostumbrado como estoy a que la prensa me pregunte chorradas que nada tienen que ver con mi obra, agradezco la humildad, la generosidad y el interés de una auténtica dama, a la que mando un beso desde aquí.

Los mass media


¡Me encantan los mass media! Hoy día, si quieres ser escritor, arquitecto, músico, cineasta o videoartista, ser alguien en definitiva, no tienes más remedio que convivir con la sombra de la alcachofa las veinticuatro horas del día. Hay autores que desprecian los medios de comunicación, las entrevistas, las ruedas de prensa, los viajes de promoción y las apariciones en la caja tonta, pero ¡qué demonios! Ellos se lo pierden...

Por cierto, aprovecho para comunicar que esta semana colgaré la última entrevista que me han hecho. Se trata, sin ninguna duda, de la conversación más aguda, visceral y pertinente que he dado nunca. Desde aquí quiero agradecer la colaboración y el talento de la insigne periodista Victoria. En breve os hablaré de ella...

Cualquier noche de éstas


Lo mismo que Lolo Ferrari, que una noche murió ahogada bajo el peso de sus propias tetas, cualquier noche de éstas se me cae encima la pila de libros de mi mesita y me quedo en la cama sepultado. Seguro que las malas lenguas piensan que en mi mesita únicamente figuran mis libros. Pues se equivocan. Se sorprenderían al descubrir la cantidad de autores distintos que duermen cada noche conmigo...

Escribir es una causa social


A diferencia de otros, yo no vivo en una torre de marfil. Me preocupa la actualidad, sufro por los males del mundo y nunca he tenido problemas a la hora de apoyar cualquier causa social que me parezca digna. Sin ir más lejos, el año pasado participé en una manifestación que se celebró en Belfast a favor mío. Y puedo decir que fui el que más grité y animé a la gente.

Sí. El mundo puede contar conmigo para lo que necesite. Yo también lo necesito a él, ni que sea para diseccionarlo, discutirlo, describirlo, mejorarlo. ¿O qué pensabais? ¿Que mi literatura no es una causa social?

Jornada de reflexión


Ayer iba paseando por la calle cuando, de repente, me puse reflexivo. Me pasa a menudo. Sin comerlo ni beberlo, la cabeza se me llena de ideas que reclaman mi concentración absoluta. Hay veces en que me quedo embobado y soy incapaz de pensar con claridad. Pero, por fortuna, eso no me ocurre siempre.

La mejor hora del día


Para mí, la mejor hora del día es al atardecer, cuando he acabado de escribir después de mucho trabajo y cuando me he estado peleando con el alma de mis personajes, abriéndolos completamente. Es entonces cuando me siento junto a mi chimenea y me aso unas patatas. No hay nada mejor que eso.

Manías


Todos los grandes escritores tienen sus manías a la hora de escribir.

Isabel Allende, por ejemplo, dice que siempre que empieza una novela nueva sigue el mismo rito: enciende una vela amarilla en el escritorio y aspira con intensidad el humo.

La leyenda cuenta que cada vez que Antonio Gala da por acabado un libro envía a uno de sus veinticino secretarios a que le compre un nuevo bastón.

Luego están los que beben para inspirarse, desde Elvira Lindo y sus vinos tintos a Maruja Torres y sus chichitonics.

Reconozco que yo soy uno de esos grandes escritores que tienen manías. Solo que la mía es sencilla y honesta.

Y es que nunca puedo sentarme a escribir en un sitio que no sea MI SILLA.

El año de la crisis


Ahora que la palabra “crisis” está en boca de todo el mundo por motivos que son lamentables, debo decir que para mí será una palabra que siempre estará asociada al periodo más tortuoso de mi vida. No me refiero a cuando tuve que rechazar el premio Nobel, sino a la época en que sufrí una gravísima depresión existencial que un poco más y me lleva a la ruina.
Yo tenía 15 años y era maravilloso. Acababa de componer mi primera obra maestra, el poema épico “Las lentejas”, que luego fue tan aplaudido e imitado. Sin embargo, ahora puedo confesar que, en cuanto acabé de escribirlo, me sentí completamente vacío y exhausto. Me había volcado tanto en él y había puesto tanto empeño en sus versos, que, de repente, tuve la sensación de que aquel trabajo se había convertido en el punto final de mi obra. ¿Qué más podía hacer en adelante cuando ya lo había conseguido todo?
No estaba preparado para el silencio. Durante toda mi vida había escrito y no sabía como enfrentarme a esa nueva realidad llena de hojas vacías. Estuve meditando durante días y días hasta que decidí irme a vivir al campo donde me dedicaría únicamente a la vida contemplativa.
Por recomendación de un amigo, que rápidamente dejó de serlo, di con mis huesos en una comuna jipi que se alzaba en la plana de Lleida. Según me dijeron, se trataba de un sitio donde reinaba el silencio, la paz, la austeridad y la comunión con la naturaleza. Se olvidaron de mencionar las guitarras, los gritos, los medallones de oro, los abalorios de piedra y que la gente fumaba hasta el tomillo que pisaba.
Al principio no me importó. Yo me recluí dentro de una tienda de campaña que me prestaron y allí me pasé las horas muertas reflexionando sobre el sentido de la vida. A menudo, caminaba hasta un promontorio que había frente a la comuna y allí, descalzo sobre la tierra, solía dirigirme a las estrellas para pedirles ayuda. Sin embargo, lo que al principio era un remanso de soledad e introspección, poco a poco se fue convirtiendo en el coño de la Bernarda.
Recuerdo que una tarde yo estaba tranquilo en el interior de la tienda. Por primera vez en mucho tiempo, de fuera no llegaba ningún ruido que me molestara. Creo que en eso tuvo que ver que la noche anterior había habido un tornado que había arrasado con media comuna. Pero, de repente, escuché una voz tras la puerta:
-¿Se puede?
Se trataba de la voz de un chico. Debía ser treintañero.
-Si llevas una guitarra encima, ni se te ocurra cruzar la puerta –le dije con malas pulgas.
-No te preocupes. Yo también odio las guitarras. En mi vida he tocado una –me replicó.
Le dejé que pasara y, al segundo, se presentó. Resulta que vivía en la comuna desde hacía años. Tanto es así que sus tres hijos habían nacido allí, antes de que se volvieran unos quinquis y le abandonaran. Su pareja, partidaria del amor libre, se había tirado a media Lleida. A él nunca le había importado eso. Lo único que le importaba era el fin del mundo que, según él, estaba próximo. Empezó a hablarme de la transformación de la energía, del poder de la mente y de la espiritualidad del ser, antes de que me dijera:
-¿Me prestas mil pesetas?
Me quedé de piedra y no supe ni qué responder. Mucho darme la vara con el mundo del espíritu para acabar pidiéndome dinero.

-Entiéndeme. Necesito ese dinero para huir de aquí. ¡Y quiero huir en taxi! Ya no hay nada que me ate a este sitio: mis hijos me abandonaron hace dos años y, en cuanto a mi mujer, anoche salió volando junto a una vaca. Es duro, pero es así. Sus últimas palabras están escritas en esta libreta.

De repente, sacó una libreta del bolsillo de su pantalón y empezó a leer con desgarro:

"Un cartón de leche. Plantar tomates. Pintar camisetas. Sacar al perro por la mañana y, por la tarde, ir a recolectar higos"

Empezó a llorar sin remedio y yo le consolé como pude. Es obvio que las palabras póstumas de su mujer me importaron un bledo, pero, en cambio, la visión de la libreta hizo que me temblaran las piernas. ¡Fue como si me hubieran tentado! ¡Hacía muchísimo tiempo que no había visto una pila de hojas blancas, listas para la escritura! ¡Hacía muchísimo tiempo que no había podido oler el perfume de unas páginas vírgenes! No puede evitar emocionarme y, de nuevo, sentí un cosquilleo en el fondo de mi alma que me empujó a querer escribir como en los viejos tiempos.

Le hice el siguiente trato: yo le daría las mil pesetas a cambio de la libreta. El jipi aceptó al segundo y salió de mi tienda más contento que unas pascuas.

Me pasé toda la mañana siguiente hecho un manojo de nervios y, por la noche, recuerdo que subí al promontorio para hablar con las estrellas. Llevaba la libreta en la mano y, de vez en cuando, la apreté contra mi pecho. Alcé la barbilla hacia el cielo y dije con emoción: “¡Estrellas! ¿Qué es lo que esperáis de mí: una vida consagrada a la literatura en cuerpo y alma, o una vida rodeada de hermanos en la tranquilidad de una comuna?” La respuesta fue inmediata: de repente, se oyó una explosión a lo lejos que hizo que una tienda de campaña ardiera en menos que canta un gallo. Probablemente fue una lámpara de gas que estalló misteriosamente. El caso es que el fuego se propagó y, en menos de diez minutos, la comuna había desaparecido bajo las llamas.
No tuve ninguna duda de que el cielo me había respondido. Al día siguiente, volví a la ciudad y, como si estuviera poseído, empecé a escribir un nuevo libro. La crisis existencial había pasado y, por fortuna, nunca más caí en ninguna otra.