El año de la crisis


Ahora que la palabra “crisis” está en boca de todo el mundo por motivos que son lamentables, debo decir que para mí será una palabra que siempre estará asociada al periodo más tortuoso de mi vida. No me refiero a cuando tuve que rechazar el premio Nobel, sino a la época en que sufrí una gravísima depresión existencial que un poco más y me lleva a la ruina.
Yo tenía 15 años y era maravilloso. Acababa de componer mi primera obra maestra, el poema épico “Las lentejas”, que luego fue tan aplaudido e imitado. Sin embargo, ahora puedo confesar que, en cuanto acabé de escribirlo, me sentí completamente vacío y exhausto. Me había volcado tanto en él y había puesto tanto empeño en sus versos, que, de repente, tuve la sensación de que aquel trabajo se había convertido en el punto final de mi obra. ¿Qué más podía hacer en adelante cuando ya lo había conseguido todo?
No estaba preparado para el silencio. Durante toda mi vida había escrito y no sabía como enfrentarme a esa nueva realidad llena de hojas vacías. Estuve meditando durante días y días hasta que decidí irme a vivir al campo donde me dedicaría únicamente a la vida contemplativa.
Por recomendación de un amigo, que rápidamente dejó de serlo, di con mis huesos en una comuna jipi que se alzaba en la plana de Lleida. Según me dijeron, se trataba de un sitio donde reinaba el silencio, la paz, la austeridad y la comunión con la naturaleza. Se olvidaron de mencionar las guitarras, los gritos, los medallones de oro, los abalorios de piedra y que la gente fumaba hasta el tomillo que pisaba.
Al principio no me importó. Yo me recluí dentro de una tienda de campaña que me prestaron y allí me pasé las horas muertas reflexionando sobre el sentido de la vida. A menudo, caminaba hasta un promontorio que había frente a la comuna y allí, descalzo sobre la tierra, solía dirigirme a las estrellas para pedirles ayuda. Sin embargo, lo que al principio era un remanso de soledad e introspección, poco a poco se fue convirtiendo en el coño de la Bernarda.
Recuerdo que una tarde yo estaba tranquilo en el interior de la tienda. Por primera vez en mucho tiempo, de fuera no llegaba ningún ruido que me molestara. Creo que en eso tuvo que ver que la noche anterior había habido un tornado que había arrasado con media comuna. Pero, de repente, escuché una voz tras la puerta:
-¿Se puede?
Se trataba de la voz de un chico. Debía ser treintañero.
-Si llevas una guitarra encima, ni se te ocurra cruzar la puerta –le dije con malas pulgas.
-No te preocupes. Yo también odio las guitarras. En mi vida he tocado una –me replicó.
Le dejé que pasara y, al segundo, se presentó. Resulta que vivía en la comuna desde hacía años. Tanto es así que sus tres hijos habían nacido allí, antes de que se volvieran unos quinquis y le abandonaran. Su pareja, partidaria del amor libre, se había tirado a media Lleida. A él nunca le había importado eso. Lo único que le importaba era el fin del mundo que, según él, estaba próximo. Empezó a hablarme de la transformación de la energía, del poder de la mente y de la espiritualidad del ser, antes de que me dijera:
-¿Me prestas mil pesetas?
Me quedé de piedra y no supe ni qué responder. Mucho darme la vara con el mundo del espíritu para acabar pidiéndome dinero.

-Entiéndeme. Necesito ese dinero para huir de aquí. ¡Y quiero huir en taxi! Ya no hay nada que me ate a este sitio: mis hijos me abandonaron hace dos años y, en cuanto a mi mujer, anoche salió volando junto a una vaca. Es duro, pero es así. Sus últimas palabras están escritas en esta libreta.

De repente, sacó una libreta del bolsillo de su pantalón y empezó a leer con desgarro:

"Un cartón de leche. Plantar tomates. Pintar camisetas. Sacar al perro por la mañana y, por la tarde, ir a recolectar higos"

Empezó a llorar sin remedio y yo le consolé como pude. Es obvio que las palabras póstumas de su mujer me importaron un bledo, pero, en cambio, la visión de la libreta hizo que me temblaran las piernas. ¡Fue como si me hubieran tentado! ¡Hacía muchísimo tiempo que no había visto una pila de hojas blancas, listas para la escritura! ¡Hacía muchísimo tiempo que no había podido oler el perfume de unas páginas vírgenes! No puede evitar emocionarme y, de nuevo, sentí un cosquilleo en el fondo de mi alma que me empujó a querer escribir como en los viejos tiempos.

Le hice el siguiente trato: yo le daría las mil pesetas a cambio de la libreta. El jipi aceptó al segundo y salió de mi tienda más contento que unas pascuas.

Me pasé toda la mañana siguiente hecho un manojo de nervios y, por la noche, recuerdo que subí al promontorio para hablar con las estrellas. Llevaba la libreta en la mano y, de vez en cuando, la apreté contra mi pecho. Alcé la barbilla hacia el cielo y dije con emoción: “¡Estrellas! ¿Qué es lo que esperáis de mí: una vida consagrada a la literatura en cuerpo y alma, o una vida rodeada de hermanos en la tranquilidad de una comuna?” La respuesta fue inmediata: de repente, se oyó una explosión a lo lejos que hizo que una tienda de campaña ardiera en menos que canta un gallo. Probablemente fue una lámpara de gas que estalló misteriosamente. El caso es que el fuego se propagó y, en menos de diez minutos, la comuna había desaparecido bajo las llamas.
No tuve ninguna duda de que el cielo me había respondido. Al día siguiente, volví a la ciudad y, como si estuviera poseído, empecé a escribir un nuevo libro. La crisis existencial había pasado y, por fortuna, nunca más caí en ninguna otra.

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